miércoles, 6 de septiembre de 2017

Desconectar del trabajo, ese estúpido derecho



Desconectar del trabajo, ese estúpido derecho

Hace unos días llamé por teléfono durante su tiempo libre a uno de mis subordinados, si es que todavía se puede usar esta palabra sin afrontar el ataque de los guardianes de lo correcto. No respondió, como era de esperar, pero devolvió la llamada al poco tiempo, como cabía suponer entre gente civilizada. El asunto era modesto aunque corría prisa. Debía recordarle que introdujese sin demora posible en la web de la revista el asunto acordado, ya fuera de las horas de trabajo. Soy un jefe momentáneamente histérico pero en el fondo muy plausible, de manera que el cruce de información fue absolutamente eficaz. Me comentó que estaba en el cine viendo 'Dunkerque', un filme que destacó vivamente, y que por supuesto he visto, gracias a su sugerencia.
 
Pero estos hechos tan sencillos y banales, esta manera de trabajar cooperativa y diligente, tienen los días contados. La aseguradora Axa ha firmado un convenio colectivo con el sindicato Comisiones Obreras que reconoce por primera vez el derecho a apagar el móvil fuera del trabajo. Naturalmente, la iniciativa ha provocado una acogida entusiasta entre los progresistas de la nación, y también entre la gente conservadora que tiene al mismo tiempo un corazón blando. Digamos que un corazón socialista. Toda esta tropa está de acuerdo en que por fin se ha reconocido una suerte de derecho natural. Nuevo, pero tan natural como otros notoriamente absurdos, aunque constitucionalmente reconocidos como el derecho al trabajo, a la vivienda o a la salud, que de ser realmente genuinos hace tiempo que habrían transformado España en la Arcadia feliz: una gran nación con pleno empleo, un piso por ciudadano y todos con un físico a prueba de bomba.

En un país con una tasa de paro obscena, que todavía alcanza al 17% de la población, la izquierda ha logrado un triunfo apoteósico. Ha conseguido focalizar el debate público no en cómo flexibilizar más el mercado, a fin de mitigar la lacra del desempleo, sino en cuestiones absolutamente superfluas y evanescentes, dadas las circunstancias adversas, como la conciliación laboral y familiar o, en el caso que nos ocupa, la desconexión del móvil fuera de la jornada prestablecida. Axa ha patentado -y seguro que otras compañías igualmente emotivas y entrañables la imitarán- el supuesto derecho de los empleados a no responder fuera de las horas convenidas. "Hemos dado un paso más hacia adelante", ha declarado la directora de Recursos Humanos, la señora Carmen Polo, como si se tratase de una conquista histórica para la humanidad. Como si hablásemos de la llegada del hombre a la luna.

La iniciativa de Axa ha sido importada de Francia, la 'grand France' -patria de todas las revoluciones de consecuencias tan nefastas-, un país con el mercado laboral más rígido del Continente y en el que una parte de la nación trabaja para sostener a la otra media, que se dedica a filosofar o a planear la siguiente revolución. Allí, donde el paro también es notable, hace tiempo que se generó ex novo este derecho laboral a la desconexión tecnológica, que afecta tanto al móvil como a la atención y el uso del correo electrónico fuera del horario de oficina. Un hito colosal. También allí se estableció, causando la euforia correlativa en todo Occidente, la jornada laboral de 35 horas, con tan magros resultados que ahora Macron quiere liquidarla pero más o menos, como todo lo que se propone Macron.

Todas estas ínfulas, embargadas por el más tierno sentimentalismo, y presididas por la hegemonía de lo social y de la fraternidad universal, me parecen completamente ridículas. Las considero escandalosas en países con una tasa de paro aberrante, que deberían promover un cambio cultural en favor del trabajo en lugar del ocio. En España, a pesar de la intensa creación de empleo de los dos últimos años, la izquierda, que no soporta ni tolera atisbo alguno de éxito, si éste procede de la derecha en el gobierno, ha logrado instalar en el imaginario colectivo el sentimiento contrario al gozo que debería producir un hecho tan destacable. Su objetivo político es avivar la insatisfacción y el resentimiento. Su diagnóstico es que el empleo que se crea es precario, y su propuesta correspondiente, que hay que elevar inexorablemente los salarios y hacer fijos a todos los trabajadores. Pero cualquier análisis sosegado de los datos debería llevar a las conclusiones exactamente contrarias, porque es imposible que el precio del factor trabajo aumente si la oferta es en estos momentos un 17% superior a la demanda, y desde luego es improcedente la estabilidad laboral completa en sectores cuya actividad es básicamente temporal como el turismo.

Irónicamente, las presiones de la izquierda y de los sindicatos en favor de las subidas salariales no sólo serán inútiles sino contraproducentes. Me temo que harán cada vez más difícil que los jóvenes encuentren acomodo. Ningún empresario cabal querrá contratar si se le exige una retribución mayor que el valor añadido que el trabajador en cuestión puede aportar a la compañía. Por otra parte, la señal que emite un acuerdo tan conmovedor como el impulsado por Axa es nociva. El mensaje que lanza es que hay que trabajar lo justo y necesario. Y apagar el móvil en cuanto se salga de la oficina. Pero la educación -y las señales- que necesitan los jóvenes para conseguir un empleo es justamente la opuesta: que hay que estar siempre en guardia. Que no sólo basta con apropiarse de la mejor formación técnica sino que es preciso y urgente adoptar la disposición práctica más generosa.

El reto del futuro, según dice mi egregio amigo Pedro Fraile, es lograr que una generación que piensa que se le debe todo comprenda que, en realidad, no se le debe nada, y que sólo a través de su esfuerzo podrá competir e integrarse con éxito en el mercado laboral, una condición ineludible para la conciliación familiar. Axa está en todo su derecho de crear un clima laboral fascinante para el desempeño profesional de sus empleados. No tengo duda de que le irá bien. Pero el mensaje y la propuesta que lanza a los jóvenes parados, muchos de ellos de escasa formación, con poca capacidad de generar valor añadido, es deletérea. En este acuerdo está implícito un germen reivindicativo que no soporto, la semilla que devora el espíritu animoso y desprejuiciado con el que nuestros hijos deberían encarar su futuro laboral. Ya hay muchos de nuestros aspirantes que lo primero por lo que preguntan en una entrevista de trabajo es por el salario y los días de vacaciones, causando la desazón correspondiente del empresario alegre y confiado. A los que lo primero que les interesa no son los deberes y las obligaciones que tendrán que abordar sino los derechos de que contractualmente dispondrán. Y, sobre todo, antes de empezar a trabajar, que es lo más importante en la vida, les interesa prioritariamente el tiempo libre de que gozarán.

Así que estoy con mi amigo Fraile en que el mayor obstáculo para la empleabilidad de las nuevas generaciones son los propios jóvenes: su cultura volcada hacia el ocio, su actitud muchas veces displicente y soberbia, y sus expectativas desproporcionadas. Los principios de jerarquía, de disciplina y de esfuerzo han sido relegados en favor de la permisividad, de la gratificación espontánea y del rechazo de la autoridad. Me temo que estas no son las mejores condiciones para tener éxito. Ni laboral, ni personal ni familiar. Y no creo que la desconexión tecnológica ayude a derribar el estado de molicie general con el que nuestros jóvenes encaran el futuro. Más bien pienso que reafirma un planteamiento reactivo y pesimista totalmente equivocado, en el que el trabajo se contempla como un hecho irremediable -si se aspira a comer decentemente-, en lugar de como la oportunidad para alcanzar la maduración personal y contribuir a la prosperidad colectiva; el trabajo se contempla como una pesada carga, como un castigo divino, en lugar de lo que realmente es: una liberación de las fuerzas de las que nos ha dotado Dios para crear riqueza y bienestar.

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