Desconectar del trabajo,
ese estúpido derecho
Hace unos días llamé por
teléfono durante su tiempo libre a uno de mis subordinados, si es que todavía
se puede usar esta palabra sin afrontar el ataque de los guardianes de lo
correcto. No respondió, como era de esperar, pero devolvió la llamada al poco
tiempo, como cabía suponer entre gente civilizada. El asunto era modesto aunque
corría prisa. Debía recordarle que introdujese sin demora posible en la web de
la revista el asunto acordado, ya fuera de las horas de trabajo. Soy un jefe
momentáneamente histérico pero en el fondo muy plausible, de manera que el
cruce de información fue absolutamente eficaz. Me comentó que estaba en el cine
viendo 'Dunkerque', un filme que destacó vivamente, y que por supuesto he
visto, gracias a su sugerencia.
Pero estos hechos tan
sencillos y banales, esta manera de trabajar cooperativa y diligente, tienen
los días contados. La aseguradora Axa ha firmado un convenio colectivo con el
sindicato Comisiones Obreras que reconoce por primera vez el derecho a apagar
el móvil fuera del trabajo. Naturalmente, la iniciativa ha provocado una
acogida entusiasta entre los progresistas de la nación, y también entre la
gente conservadora que tiene al mismo tiempo un corazón blando. Digamos que un
corazón socialista. Toda esta tropa está de acuerdo en que por fin se ha
reconocido una suerte de derecho natural. Nuevo, pero tan natural como otros
notoriamente absurdos, aunque constitucionalmente reconocidos como el derecho
al trabajo, a la vivienda o a la salud, que de ser realmente genuinos hace
tiempo que habrían transformado España en la Arcadia feliz: una gran nación con
pleno empleo, un piso por ciudadano y todos con un físico a prueba de bomba.
En un país con una tasa de
paro obscena, que todavía alcanza al 17% de la población, la izquierda ha
logrado un triunfo apoteósico. Ha conseguido focalizar el debate público no en
cómo flexibilizar más el mercado, a fin de mitigar la lacra del desempleo, sino
en cuestiones absolutamente superfluas y evanescentes, dadas las circunstancias
adversas, como la conciliación laboral y familiar o, en el caso que nos ocupa,
la desconexión del móvil fuera de la jornada prestablecida. Axa ha patentado -y
seguro que otras compañías igualmente emotivas y entrañables la imitarán- el
supuesto derecho de los empleados a no responder fuera de las horas convenidas.
"Hemos dado un paso más hacia adelante", ha declarado la directora de
Recursos Humanos, la señora Carmen Polo, como si se tratase de una conquista
histórica para la humanidad. Como si hablásemos de la llegada del hombre a la
luna.
La iniciativa de Axa ha
sido importada de Francia, la 'grand France' -patria de todas las revoluciones
de consecuencias tan nefastas-, un país con el mercado laboral más rígido del
Continente y en el que una parte de la nación trabaja para sostener a la otra
media, que se dedica a filosofar o a planear la siguiente revolución. Allí,
donde el paro también es notable, hace tiempo que se generó ex novo este
derecho laboral a la desconexión tecnológica, que afecta tanto al móvil como a
la atención y el uso del correo electrónico fuera del horario de oficina. Un
hito colosal. También allí se estableció, causando la euforia correlativa en
todo Occidente, la jornada laboral de 35 horas, con tan magros resultados que
ahora Macron quiere liquidarla pero más o menos, como todo lo que se propone
Macron.
Todas estas ínfulas,
embargadas por el más tierno sentimentalismo, y presididas por la hegemonía de
lo social y de la fraternidad universal, me parecen completamente ridículas.
Las considero escandalosas en países con una tasa de paro aberrante, que
deberían promover un cambio cultural en favor del trabajo en lugar del ocio. En
España, a pesar de la intensa creación de empleo de los dos últimos años, la
izquierda, que no soporta ni tolera atisbo alguno de éxito, si éste procede de
la derecha en el gobierno, ha logrado instalar en el imaginario colectivo el
sentimiento contrario al gozo que debería producir un hecho tan destacable. Su
objetivo político es avivar la insatisfacción y el resentimiento. Su
diagnóstico es que el empleo que se crea es precario, y su propuesta
correspondiente, que hay que elevar inexorablemente los salarios y hacer fijos
a todos los trabajadores. Pero cualquier análisis sosegado de los datos debería
llevar a las conclusiones exactamente contrarias, porque es imposible que el
precio del factor trabajo aumente si la oferta es en estos momentos un 17%
superior a la demanda, y desde luego es improcedente la estabilidad laboral
completa en sectores cuya actividad es básicamente temporal como el turismo.
Irónicamente, las presiones
de la izquierda y de los sindicatos en favor de las subidas salariales no sólo
serán inútiles sino contraproducentes. Me temo que harán cada vez más difícil
que los jóvenes encuentren acomodo. Ningún empresario cabal querrá contratar si
se le exige una retribución mayor que el valor añadido que el trabajador en
cuestión puede aportar a la compañía. Por otra parte, la señal que emite un
acuerdo tan conmovedor como el impulsado por Axa es nociva. El mensaje que
lanza es que hay que trabajar lo justo y necesario. Y apagar el móvil en cuanto
se salga de la oficina. Pero la educación -y las señales- que necesitan los
jóvenes para conseguir un empleo es justamente la opuesta: que hay que estar
siempre en guardia. Que no sólo basta con apropiarse de la mejor formación
técnica sino que es preciso y urgente adoptar la disposición práctica más
generosa.
El reto del futuro, según
dice mi egregio amigo Pedro Fraile, es lograr que una generación que piensa que
se le debe todo comprenda que, en realidad, no se le debe nada, y que sólo a
través de su esfuerzo podrá competir e integrarse con éxito en el mercado
laboral, una condición ineludible para la conciliación familiar. Axa está en
todo su derecho de crear un clima laboral fascinante para el desempeño
profesional de sus empleados. No tengo duda de que le irá bien. Pero el mensaje
y la propuesta que lanza a los jóvenes parados, muchos de ellos de escasa formación,
con poca capacidad de generar valor añadido, es deletérea. En este acuerdo está
implícito un germen reivindicativo que no soporto, la semilla que devora el
espíritu animoso y desprejuiciado con el que nuestros hijos deberían encarar su
futuro laboral. Ya hay muchos de nuestros aspirantes que lo primero por lo que
preguntan en una entrevista de trabajo es por el salario y los días de
vacaciones, causando la desazón correspondiente del empresario alegre y
confiado. A los que lo primero que les interesa no son los deberes y las
obligaciones que tendrán que abordar sino los derechos de que contractualmente
dispondrán. Y, sobre todo, antes de empezar a trabajar, que es lo más
importante en la vida, les interesa prioritariamente el tiempo libre de que gozarán.
Así que estoy con mi amigo
Fraile en que el mayor obstáculo para la empleabilidad de las nuevas
generaciones son los propios jóvenes: su cultura volcada hacia el ocio, su
actitud muchas veces displicente y soberbia, y sus expectativas desproporcionadas.
Los principios de jerarquía, de disciplina y de esfuerzo han sido relegados en
favor de la permisividad, de la gratificación espontánea y del rechazo de la
autoridad. Me temo que estas no son las mejores condiciones para tener éxito.
Ni laboral, ni personal ni familiar. Y no creo que la desconexión tecnológica
ayude a derribar el estado de molicie general con el que nuestros jóvenes
encaran el futuro. Más bien pienso que reafirma un planteamiento reactivo y
pesimista totalmente equivocado, en el que el trabajo se contempla como un
hecho irremediable -si se aspira a comer decentemente-, en lugar de como la
oportunidad para alcanzar la maduración personal y contribuir a la prosperidad
colectiva; el trabajo se contempla como una pesada carga, como un castigo
divino, en lugar de lo que realmente es: una liberación de las fuerzas de las
que nos ha dotado Dios para crear riqueza y bienestar.
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